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“Sentirse a gusto con no saber, es el primer paso para ser capaz de cuestionar”

Paul Bennet, IDEO

 

Hace poco descubrí unas ideas interesantes que me hicieron reflexionar acerca de una práctica generalizada del mundo corporativo y que llama la atención. Tiene que ver con la tendencia a siempre buscar “expertos” a la hora de tomar la decisión de trabajar con alguien. No importa si vamos a seleccionar un integrante nuevo para nuestro equipo o si vamos a contratar a un tercero al que le confiamos una labor. ¿Hay una vacante? ¿Vamos a contratar una firma consultora o un proveedor? Fácil, busquemos los expertos en la materia, en el software, en el sector.

Soy consciente de que los buscamos para tener éxito y un experto parece garantizarlo o al menos aumentar las probabilidades de tenerlo. Además, que el tiempo y la curva de aprendizaje son costosos para las organizaciones y los ellos pueden ayudarnos a hacer las cosas más rápido y a mitigar el costo relacionado a este aprendizaje. Tiempo y dinero que seguramente no muchos líderes, equipos o empresas tenemos. Ni hablar de los otros beneficios que se reciben por trabajar en temas que sencillamente desconocemos, contar con esas miradas externas que ayudan a reencuadrar lo que ya se ha hecho paisaje o definitivamente no se entiende. Sin embargo, hay tres ideas que me han llevado a preguntarme sobre ese adjetivo que constantemente se busca y con orgullo se porta.

Primero, las de David Epstein me estallaron la cabeza. Con una miríada de ejemplos interesantes, producto de sus investigaciones sobre el desempeño en deportistas, músicos, ajedrecistas, organizaciones, entre otros individuos y colectivos, David nos invita a cuestionar el pensamiento generalizado que entre más nos especialicemos, mejor, matizando aquella idea aceptada acerca de las 10.000 horas para convertirnos en expertos[1]. Entre varios factores donde se demuestra que esta ley es más una excepción, uno de ellos tiene que ver con los entornos de aprendizaje. En entornos amigables donde el reconocimiento de patrones funciona a la perfección, como en el ajedrez, parece que la regla de las 10.000 horas funciona muy bien. Sin embargo, como ocurre en nuestras organizaciones y en el mundo en general, los entornos de aprendizaje más comunes son “malvados” pues las reglas no siempre son claras, puede o no haber patrones repetitivos y el feedback usualmente es impreciso o demorado.

Aunque no pretendo denigrar de la especialización ni sintetizar los demás elementos con los que David ejemplifica sus argumentos (Nintendo, los algoritmos de Netflix, el accidente del transbordador espacial Columbia, la deserción en el Army), les compartiré mi ejemplo favorito de cómo la amplitud y no tanto la especialización puede traer mejores resultados: En medio de la guerra fría, Philip Tetlock quería hacer un experimento para predecir que iba a pasar a nivel político y económico. Incluyó 284 personas con al menos 12 años de experiencia en estos temas y que también tenían varios años de educación (la mayoría con doctorados). Luego de 20 años y más de 82.000 estimados de probabilidad sobre el futuro, la conclusión es que ni los expertos ni las personas ajenas a estos campos fueron clarividentes, pero a los expertos les costó más aceptar su derrota. Lo que sí parece funcionar mejor es aceptar que no hay una fórmula específica y concreta sobre cómo tener éxito. La integración de conocimientos, el pensamiento lateral, la exploración interdisciplinaria y la apertura al aprendizaje, si parecen ser mejores predictores de aquello que deriva en resultados exitosos.

Estas ideas me hicieron recordar a Denis Mora, quien fue mi profe hace unos años mientras me preparaba precisamente para ser profe. De ella aprendí que en la pedagogía hay una perspectiva que entiende la enseñanza y el aprendizaje como si fueran uno solo en simultánea, un proceso de enseñanza/aprendizaje. De forma un poco escueta y dándole licencia a mi olvido por el paso del tiempo, cada vez que se enseña algo en realidad se está aprendiendo y viceversa. Denis, ejerciendo su rol de profe y dándonos conocimientos a nosotros para ejercerlo, mantuvo siempre una mente de principiante, nos invitaba a abrir nuestra mente a todas las posibilidades y a ver las cosas tal cual son (creo que por algo dicen que la forma más efectiva para aprender algo es enseñándolo). De toda esa experiencia educativa no recuerdo mucho, pero a ella la recuerdo un montón y sobre todo su espíritu abierto a aprender, incluso cuando nosotros sus estudiantes la veíamos como una experta.

Por último, en uno de sus libros sobre preguntas[2], Warren Berger plantea que los forasteros a nuestros temas de dominio usualmente son mejores en cuestionar que los mismos expertos. Afirma que esa sensación de conocimiento y experticia nos limita nuestra capacidad de considerar otras posibilidades, de estar abiertos a ideas distintas y de quebrar nuestros patrones de pensamiento habituales para expandir nuestras propias fronteras del conocimiento. Me recordó algo que Epstein, citando a Kahneman, afirma: “los expertos usualmente ganan en confianza mas no en habilidad”.

Parece curioso que al liderar una empresa donde varios nos califican de esta forma y probablemente nos contratan por esto escriba un artículo que plantee cuestionamientos alrededor de esta categorización. Pero esa apertura, diversidad y creatividad que surge de la experimentación y del aprendizaje, también hace parte de los llamados que nos hacen los mercados, los clientes y las nuevas generaciones a la hora de trabajar. ¿Qué tal si transformamos el espíritu del experto por uno de aprendiz? probablemente descubramos mucho más, aprendamos mejor y hasta quizás nos divirtamos más.

Att: un aprendiz eterno

Nicolás González Restrepo

Titán del Relacionamiento

 

[1] Epstein, D. (2019). Range: why generalist triumph in a specialized world. New York: Riverhead Books.
[2] Berger, W. (2014). A more beautiful question: the power of inquiry to spark breakthrough ideas. New York: Bloomsbury.

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